Según contaron nuestros mayores, hace ya muchos años existió una Casa-Torre en el barrio de Beurko, en cuya fachada pudo verse un escudo heráldico. Parece ser que estuvo situado en el barrio de Bagaza, al que por deformación los más antiguos llamaron Gabasa. Este lugar estaba cercano al campo de Lasesarre, junto al río Galindo.
No más de media docena de caseríos se desperdigaban por la zona “gabasarra” cuya dedicación cotidiana era la labranza y el pastoreo e incluso la pesca, pues rico en peces era el río Castaños y mucho y más variado era el río Galindo, cuando la contaminación era un mal desconocido.
La convivencia en el lugar era tranquila y pocas veces podían verse personas ajenas a no ser familiares allegados de otros barrios o pueblos cercanos. Pero estos acontecimientos solían celebrarse con motivo de las fiestas o ceremonias religiosas, como eran bodas y bautizos. Los fallecimientos también resultaban ser una fiesta, ya que era tradicional que los parientes y amigos del difunto fueran invitados a comer, formando corro frente a las mesas, en las que se depositaban grandes perolas de guisado o asados, bien de oveja o de ternero.
Esta costumbre de dar de comer a los asistentes a los oficios funerarios era costeada por los familiares y fue muy generaliza, aunque con el paso de los años, cayó en desuso.
En la Casa-torre de Beurko residían los señores del mismo apellido, lo que hace suponer que era la familia más poderosa del contorno que formaba el barrio. La convivencia era buena pero existía la diferencia de linaje entre los aldeanos y el señor de la Torre, que solía ser el dueño de la mayoría de las tierras que circundaban la propiedad, razón por la que no era frecuente el enlace matrimonial de la alcurnia con los plebeyos y por lo que estos casamientos siempre iban unidos a los de las otras Casas, como eran los Larrea, Salazar, Ayala, Retuerto y otros apellidos de abolengo.
Ocurrió cierto día en que por el fallecimiento del abuelo y señor de Beurko, se dio cita casi todo el contorno de las Encartaciones, para honrar al difunto. Los actos religiosos tuvieron lugar en la iglesia de San Vicente y seguidamente a su enterramiento, junto a los muros de la Parroquia.
Después el séquito se trasladó a la Torre para la degustación de las viandas, acostumbradas en estos casos. El acto consistía en obsequiar a los amigos y parientes más allegados a degustar copiosas comidas que se prolongaban hasta dar buena cuenta de todo el ganado sacrificado y conste que esto era un halago para los familiares del muerto.
Una vez de haber formulado el pésame a los hijos, entre los que se encontraba el Mayorazgo, dueño y señor de la Torre, se fueron dispersando todos los comensales. No así un joven rubio que se quedó merodeando junto a la casa solariega de los Beurko.
- ¿Qué haces tú por aquí?, preguntó el Mayorazgo, don Gonzalo de Beurko.
- Pues ya ve usted. Llegué ayer acompañando a mi tío y creo que se ha marchado y me ha abandonado.
- ¿De dónde eres? ¿Cuántos años tienes?
- Resido con mis tíos en Abellaneda, en Sopuerta, y tengo 16 años cumplidos.
- Bueno y ahora qué pretendes hacer, pues sin trabajar no es fácil subsistir, aseveró don Gonzalo.
- Eso ya me lo sé, por eso espero que alguno de este lugar me diga dónde y qué es lo que debo hacer, ya que no pienso volver con mis tíos. Ellos no tienen ningún afecto a mi persona y estoy harto de tantos desprecios. Es más, yo diría que me trajeron aquí con la intención de dejarme sólo en este pueblo, contestó apesadumbrado el joven.
- Creo que quizá puedas quedarte con nosotros, pero recuerda que tendrás que ganarte el pan que comes. En caso contrario ya sabes por donde has venido. Ya me dirás cómo te llamas, para saber a quién premio o castigo.
- Mi nombre es Santiago Murrieta y tengo muchas ganas de triunfar en la vida.
- ¡Bien chaval, bien!. Te desenvuelves con buen desparpajo, pero recuérdalo una vez más, tú estás aquí para trabajar. De momento búscate un lugbar en la cuadra para dormir. Paja hay de sobra por lo que no te será incómoda la estancia. Aquí es costumbre madrugar, así que ya sabes, espero no tener que despertarte.
- No se preocupe usted. Soy muy responsable de mis actos y no le defraudaré, y si no, al tiempo, respondió el rubiales.
Amaneció el día y el joven Santiago ya estaba en pie a la espera de que el señor de Beurko le diera las órdenes para realizar su trabajo, que no fueron otras que llevar media docena de vacas al campo, así como una buena punta de ganado cabrío, teniendo muy en cuenta de que éstas no rumiaran los árboles frutales. Estando el sol en lo alto, el estómago del joven empezó a protestar, saciando su apetito con talo y un trozo de carne. Sin perder de vista al ganado, se encontraba el improvisado pastor, cuando, apenas sin darse cuenta, se le acercó una desgarbada y guapa muchacha, en cuyas manos portaba una vara de avellano.
- Por lo que veo debes ser el nuevo criado de mi padre ¿verdad?, preguntó la quinceañera moza baracaldesa.
- Así que tú eres la hija de don Gonzalo, contestó Santiago.
- Me ha mandado mi padre para decirte que vayas a comer y que vuelvas pronto. Yo tengo que ayudarle a mi amatxu en casa y no quiero que me riña.
- Te prometo que vengo volando para no hacerte esperar. Pero antes, dime por favor cómo te llamas, aunque por la pinta tienes que llamarte María, dijo el zagal alegremente.
- Por lo que veo debes ser el nuevo criado de mi padre ¿verdad?, preguntó la quinceañera moza baracaldesa.
- Así que tú eres la hija de don Gonzalo, contestó Santiago.
- Me ha mandado mi padre para decirte que vayas a comer y que vuelvas pronto. Yo tengo que ayudarle a mi amatxu en casa y no quiero que me riña.
- Te prometo que vengo volando para no hacerte esperar. Pero antes, dime por favor cómo te llamas, aunque por la pinta tienes que llamarte María, dijo el zagal alegremente.
- Pues la verdad es que en casa me llaman Maruja, repuso sonriendo la ruborizada chiquilla.
- Bueno, no te hago perder más tiempo. ¡Hasta luego, Maruja!. Se despidió a la vez que ponía en marcha sus largas piernas.
- ¡Agur!, acertó a decir la vergonzosa muchacha.
Fueron pasando los días, meses e incluso los años y el joven Murrieta cumplía fielmente las obligaciones que le imponía el casero, sin que en ningún momento levantara la voz de protesta, pese a que los trabajos más duros siempre recaían sobre el apuesto mozo encartado.
Las relaciones amorosas entre Santi y Maruja se fueron haciendo más íntimas, e incluso se hicieron promesas de amor eterno. Un amor que estaba destinado al fracaso debido a las diferencias económicas de ambos muchachos.
A Edelmira, la joven esposa de don Gonzalo Beurko, no le pasó desaparcibida la íntima amistad que los dos jóvenes se profesaban, y no dudó en ponerlo en conocimiento de su marido.
- Querido Gonzalo, sólo piensas en trabajar y no te das cuenta de la ya más que amistad que tiene tu hija con el pastor. Creo que cuanto más tiempo trascurra, peor será el arreglo, insinuó la señora de la Torre.
- ¿No me dirás que se entienden los chicos?, preguntó el padre muy molesto.
- Yo diría que hay algo entre ellos. Les veo muy encariñados y yo no soy partidaria de que esto ocurra, así que haber cómo te las arreglas y solucionas la cuestión.
- Siendo así y si tú me lo pides, desde este momento puede marcharse de esta casa. Primero es nuestro honor ante las pretensiones de ese cazadotes, sentendió el Mayorazgo.
- No se trata de que le despidas, es muy trabajador y eso nos interesa, pero puedes prohibirle que ronde a nuestra hija. Lo que podemos hacer es internar a Maruja en algún convento y con el tiempo se irán olvidando, dijo la casera.
Pronto cambiaron las cosas para los jóvenes enamorados y mientras uno cargaba con los peores y más duros trabajos, la permanecía encerrada en casa, con lo que el diálogo entre ambos se hizo imposible.
Edelmira, que siempre vio con buenos ojos al joven de Abellaneda, se volvió más cariñosa con el chico y, muy cínicamente, responsabilizó a su marido de todo cuanto estaba ocurriendo. Sin quitarle la vista de encima se atrevió a acariciar el rostro del mozo encartado, a la vez que procuraba atraerlo hacia su pecho para consolarle o sabe Dios si no sería para consolarse a sí misma. Para Santiago no pasó desapercibido este consuelo que parecía tan maternal, y notó que algo se estaba gestando en el corazón apasionado de mujer y madre, celosa de su hija enamorada. Con un fino ademán retiró el nervioso cuerpo de la señora a la vez que decía: madre ya tuve una y mi verdadero amor se lo tengo a su hija de usted, por ello creo que es mejor que no nos confundamos para evitar así males mayores. Usted ya tiene a su marido y yo puedo salir muy perjudicado con sus pretensiones, balbució el barbilampiño joven.
Nunca pudo pensar el mal talante que gastaba aquella señora, que el destino le negó para ser su mujer. La histérica Adelaida lanzó un griterío y pronto apareció el señor de la Casa-torre. El espectáculo montado por la desalmada mujer se prestó a la creencia, por parte de su marido, de que el joven había pretendido abusar de ella. Los recios puños de don Gonzalo pronto hicieron mella en el rostro de Santiago Murrieta.
Jadeante y maltrecho tuvo que abandonar la Torre, sin poder siquiera coger sus míseras pertenencias. Sin dinero y con su reputación mancillada lloró lo indecible.
La maquinación urdida por Edelvira también consiguió engañar a la desconsolada Maruja, que dentro de su histerismo y perdiendo todo encanto femenino, soltó toda clase de maldiciones sobre el joven.
El desconsolado Santiago procuró por todos los medios de encontrarse con Maruja, sosa que consiguió. En mala hora intentó darle satisfacciones a la moza, pues ésta le abofeteó y sus duras palabras le desolaron. Con la cabeza agachada tomó el camino del río Galindo y, allí, en la ermita de San Bartolomé, rezó y juró ante el Santo: ¡prometo y juro que volveré algún día!. Estas fueron sus melancólicas palabras, a las que puso broche al santiguarse. Poco después tomó un camino incierto, alejándose lo más rápidamente de Baracaldo.
Fueron pasando los años, quizás más de seis lustros, cuando cierto día apareció por el barrio beurkotarra un señor de fino porte y exquisitos modales, cuyas blancas sienes contrastaban con su traje negro de elegante corte. Nadie le conocía, pero él distinguía a todos cuando, en su lento caminar se dirigía a la ermita del santo, a quien juró volver. Sí, era Santiago Murrieta. Llegaba inmensamente rico ya que en todo ese tiempo había trabajado como minero, naviero y, posteriormente, banquero. La vida le había sonreído y quiso ser propietario de toda aquella tierra donde vivió y trabajó con ilusión, quimera truncada por la coquetería de una mala mujer. Acompañado de su secretario y cochero, fueron con el carruaje de caballos dando rodeos por los caminos junto a los prados, a la vez que señalaba los lugares preferidos para ser comprados. No faltaron las miradas de aquellos que pudieron haber sido su propia familia, pero pese a su insistente mirada, no pudieron relacionar al elegante forastero con aquel joven al que menospreciaron y maltrataron de palabra y obra. No obstante, algo quedó presente en la mente de la ya madura Maruja así como en la de sus ancianos padres. Era la fría sonrisa de una venganza que no pretendía, pero sí le agradaba.
El barrio baracaldés de Beurko no había tenido grandes trasformaciones y seguía poco más o menos tal y como lo dejó a su marcha. Cierto era que la Casa-torre estaba más deteriorada debido, sin duda, a los desperfectos de las pleamares, cuyas aguas llegaron a anegar las cuadras, con la pérdida total del ganado, cuyo propietario se vio muy menguado de recursos económicos, teniendo necesidad de vender una gran parte de sus propiedades, entre las que se dijo, incluyó la Casa-torre.
Habían pasado un par de meses cuando por el lugar hicieron su aparición el presunto comprador y su secretario, quienes ofertaron muy por bajo de su valor real. Los propietarios de la Torre de Beurko, allí presentes, una vez aceptado el trato de compra y venta quisieron saber quién sería el nuevo propietario, a lo que, con voz grave y cierta ironía, les respondió: el nuevo propietario soy yo, Santiago Murrieta, aquel joven al que ustedes difamaron y maltrataron hace ya muchos años. He vuelto para recordarles toda la perversidad que tuvieron conmigo. Les recuerdo que deben abandonar la propiedad lo antes posible y no les maldigo porque soy hombre de bien. Con el pecado que cometieron ya tienen bastante.
Fue algo más que penitencia el vivir de los Beurko, fue un verdadero calvario del que se culparon mutuamente, llegado a ser la risión, no sólo del barrio, sino de todo el pueblo baracaldés”.
Escrito por Carlos Ibáñez